Silencio, flores y una camiseta que dice 'I love life'

Descripción

Esta mañana, el cielo es gris y la temperatura, alta para la época. Se está tranquilo. Se oyen pájaros que revolotean entre las hojas de los árboles. El ruido del mundo exterior, de las calles, llega aquí reducido a un mínimo eco, nada molesto. Hay poca gente. Sus zapatos se hunden en la gris gravilla. Hablan poco, o nada.

De repente, el silencio es roto por el ruido de un potente martillo. Dos operarios uniformados -polo ocre y pantalón añil- y guantes blancos en las manos empiezan a picar. La fina pared encalada va cayendo. Trabajan coordinados y casi no hablan, se dirigen algún monosílabo y poca cosa más. Los observan tres personas, mayores, de unos setenta años, en silencio y muy atentas. Son dos hombres, con pantalones de tergal y camisa fina, y una mujer, con traje pero nada conjuntada: lleva unos pantalones negros y una chaqueta blanca con formas vegetales dibujadas. Siguen el trabajo de los trabajadores de pie, colocados en perfecta línea recta. A dos o tres metros, les acompaña otra mujer, de la misma edad, que habla por el teléfono móvil. Su larga conversación parece importante por los movimientos geométricos y algo militares que hace al caminar. Cuando me acerco, la conversación sigue; importante puede ser…, o no. “Sí, lo pones a hervir en una olla”, le dice a quienquiera que la escucha. Su clase de cocina también incluye una lección sobre cómo rebozar la carne. Los sepultureros trabajan con bastante velocidad. Ahora la pared ya ha caído y puede verse en el interior un féretro de madera, viejo y algo sucio. Los observadores dan el visto bueno con la cabeza. El nicho será vaciado para el entierro de esta tarde. Al cabo de cinco minutos, los cuatro jubilados se marchan. Caminan con tranquilidad, como si acabaran de cumplir un trámite administrativo, otro más. Hablan poco y no se fijan en su alrededor. Conocen bien el cementerio.

El fondo sur
Los pájaros siguen jugando en los cipreses esbeltos. Casi cada nicho tiene flores que le dan vida, que le recuerdan que fuera el mundo sigue. La mayoría son de plástico y muchas están descoloridas por la lluvia y sucias de polvo. Abundan los ciclámenes, los hibiscos y las rosas. Hay botellas con agua putrefacta en algunos sitios y grandes cubos de basura, todavía bastante vacíos: es sábado 28 de octubre. Faltan 4 días para Todos Los Santos. Detrás de la plazoleta donde aún están los instrumentos de los trabajadores, hay más nichos y nombres escritos en relieve. Pero, aquí no hay bancos ni césped ni cipreses. Es el fondo del cementerio. Muchas de las tumbas son de emigrantes del sur o hispanoamericanos que murieron antes de lo que debían haber imaginado. Son aquellos que han muerto sin tener antepasados en la necrópolis. Y conviven con la última promoción de nichos, abiertos y relucientes.

Es en esta zona donde veo a tres mujeres que limpian juntas. Tienen más de cincuenta años. Una de ellas está subida en una escalera con ruedas. Viste una falda tejana y una blusa azul, bien ajustada, que le dibuja sus abundancias cárnicas. Sus dos compañeras visten de forma parecida. Su calzado es cómodo: alpargatas y deportivas. La fuente está cerca y van y vienen de ella, de forma automática. Llenan de agua un cubo de playa, con Winny De Poo dibujado. Limpian las letras doradas de los nombres de sus seres queridos con el agua del cubo con el que su nieto hacía castillos este verano en la playa de Rosas, rodeado de turistas franceses, alemanes o ingleses. Las tres amigas hablan poco. Me sorprende su tarea, la hacen como si fuera un trabajo cotidiano. Parece que han terminado. Se lavan las manos en la fuente de forma rápida. Antes de irse, se desvían del camino para ver cómo están los nichos de algún conocido, sobre todo de los chavales jóvenes. “Se han llevado la puerta”, afirma una algo sorprendida. “¿De Mario?”, pregunta otra.

A lo lejos se oyen los gritos de los niños que juegan a baloncesto en el polideportivo cercano. La trascendencia del cementerio choca con la simplicidad del grito del niño que reclama la pelota, un grito en presente, un grito de vida, un grito que ignora la finitud humana.

Veo pasar a una mujer treintañera, con melena rubia y gafas de sol. Parece que el bolso le pesa un poco y viste con colores oscuros. No corre, pero casi. Camina como si estuviera en uno de los eternos pasillos del Metro en Plaça Espanya. Lleva en la mano una pequeña maceta. Al cabo de un minuto, vuelvo a verla pasar sin la maceta. Ya se marcha. Sigue con su paso acelerado mientras se coloca bien, sin demasiada discreción, el sostén.

Historias de parejas
Casi se cruza con un matrimonio mayor. No hablan hasta que llegan a un gran cubo lleno de agua para quien la necesite. La mujer sigue callada y obedece a todo lo que le dice el marido. “Aguanta, això!. Aguanta!”, le manda algo malhumorado. Pero esta pareja es la excepción. Aquí, hoy, las mujeres llevan la voz cantante. Cerca de allí, veo a otro matrimonio. Son de una edad próxima a los otros, pero parece que por su ropa, su idiolecto y sus flores son de mayor nivel económico. Visten cómodos, pero elegantes. La mujer está subida en un pequeño taburete. “No. Dom primer això… No, no, no…” Traen con ellos un surtido de cepillos de limpieza, trapos de colores, un cubo… para dejar la tumba reluciente. “Per aquí dalt, ho faré”. El marido obedece en silencio o con unas pocas palabras. “Aviam, dom allò d’allà” le repite su esposa. Cuando se marchan, con los instrumentos en una cesta, contemplo el nicho. Está reluciente y las flores están colocadas de forma simétrica e impecable.

Mientras los observaba, encuentro por casualidad un nicho sobrecogedor. Está encalado, cubierto con pintura blanca, sin mármoles, ni relieves ni cristales. El nombre de quien murió está escrito con pincel y pintura negra. Era una niña, de padre árabe y madre catalana. Sobre la blanca pintura, su hermano, con letra de párvulo, ha escrito con un bolígrafo negro “Te quiero mucho. Tu hermano y tu mamá”. Acompañan las palabras el dibujo infantil de una paloma y dos corazones con contorno tembloroso. No han podido permitirse unas letras doradas o un gran dibujo en mármol, pero el mensaje es simple, claro y totalmente conmovedor. En el alfeizar del nicho hay unos granos de arena y alguna flor marchita.

Otro ruido interrumpe la escena. Dos trabajadores empujan un container verde por los pasillos del cementerio. Es un container como cualquier otro de la calle del pueblo. Me alejo de la escena y encuentro una madre, de más de setenta años, y una hija cuarentona. “Així, la gent ho veurà millor”. La frase me atrae y me acerco un poco más hacia ellas. La hija se mueve con rapidez, como si quitase el polvo a la cómoda del salón de su casa, y la madre la contempla y propone temas de conversación sin parar. Hablan de las flores, del colegio de las niñas o de recuerdos de la infancia. “Nada de flores: oraciones, oraciones” dice la anciana citando a una monja que recuerda de su infancia. Acaban rápido y la hija inicia un paso ligero. La madre, vestida muy clásica, camina con la ayuda de un bastón y se para constantemente delante de los nichos, cosa que obliga a la hija a retroceder. Se cruzan con un trabajador veterano que estira con desidia una manguera por uno de los pasillos del cementerio. Parece totalmente ajeno a su trabajo, con la mente fuera de los blancos muros.

¿Dime dónde mueres, y te diré de dónde eres?
Un poco más tarde, entran dos parejas de unos cincuenta años de edad. Hablan en francés. Una pareja viste de fin de semana, con ropa cómoda y ligera. La otra luce un conjunto deportivo. La mujer, mallas ajustadas rojas y chaqueta de poliéster; el marido, chándal deportivo oscuro con tres rayas en el lateral. No consigo saber dónde han ido, pero lo cierto es que terminan rápido.

Y es que, en el cementerio de Roses, hay enterrados y enterradas de muchos orígenes. La inmigración llegada del mundo pobre aún no se nota tanto como la del mundo rico, por razones puramente temporales y biológicas. Hay ingleses, holandeses, alemanes, franceses, italianos. “Serai siempre nei nostri cuori” se lee en una reciente inscripción, o “Le temps passe/ il n’efface rien/ ni la douleur/ ni le souvenir” puede leerse en una figura de cerámica con forma de libro. Las tumbas están en Rosas pero podrían descansar, por sus inscripciones, en Milán, Nápoles, Toulose… También hay símbolos. En el nicho de un niño de eternos siete años se ve un Sant Jordi que mata al Drac, de otro cuelga una señera y, dos columnas más allá, un cordón de la cofradía del Rocío con un pin del Huelva CF. También llama la atención un dorado símbolo de la Legión Francesa, que recuerda a uno de sus oficiales, muerto en Roses. De muchos nichos cuelgan fotografías en color del difunto. Algunos posan ante el fotógrafo como si estuvieran haciéndose la foto del carné de identidad. Otros sonríen y parece increíble que esos cuerpos alegres estén ahora detrás del mármol reducidos a un manojo de huesos.

Reitero, cerca de la inscripción en francés, que aquí se habla poco. Unos castellanohablantes limpian un nicho. La mujer mayor y su hija están concentradas en la tarea y mandan al marido/padre a por agua a la fuente. Va y vuelve con una desgana considerable cargando el cubo de mayonesa Hellman’s. Un cubo de aquellos que compran los restaurantes para poner mayonesa en su plato combinado nº2 o un bar de tapas para elaborar las patatas bravas. De los labios del hombre cuelga un cigarro encendido que le impide hablar. Visten de diario: alpargatas y ropa vieja.

Esta familia estaba en un pasillo. El cementerio se organiza desde un jardín de la entrada hacia el fondo, fruto de ampliaciones sucesivas. Hay pasillos paralelos que forman calles, que desembocan en plazoletas en forma de U. Hay zonas ajardinadas y bancos de madera. Es importante la presencia de una construcción de menor profundidad que los muros para nichos. Hay agujeros cuadrados y la mayoría vacíos. Es un muro para urnas de cenizas, una opción funeraria en aumento hoy en día.

Fiesta del sábado tarde
A media tarde, el ambiente ha cambiado. El sol pica y hace calor. Hay una afluencia parecida pero la media de edad ha cambiado. Ahora se ven, a parte de las abuelas, madres o nueras con sus hijos. Veo a un chico, con edad suficiente para ser consciente de cómo va a ser esa tarde, pero a quien le faltan unos años para dar un no rotundo a su familia. Camina a uno o dos metros de distancia de su madre y de su abuela y se distrae subiéndose a los bordillos de la zona ajardinada. Viste una sudadera roja y unos pantalones piratas con zapatillas deportivas. Las zapatillas son de la marca Nike -puede las hizo algún jovenzuelo asiático hace seis meses en una fábrica en Taiwán-. Se oyen gaviotas que pasan por encima del cementerio, como si estuviéramos en el puerto. En un banco de madera está sentada una familia. El padre y la madre, ya jubilados o a punto de serlo, junto a su hijo. En las rodillas del hijo está su pareja, en postura algo indecorosa en un lugar como este. Tienen buena perspectiva desde ahí y elogian y critican la presencia o ausencia de flores en los nichos conocidos. Hablan, en catalán, de muertos, de edades, de enfermedades y de decoración funeraria.

Interrumpe la tranquilidad el entierro de esta tarde. Un trabajador empuja una camilla con el ataúd encima. Detrás, avanzan los acompañantes, unas sesenta personas, en un silencio absoluto. Sus edades son variadas, caminan lentamente, miran al suelo y muchos tienen los brazos cruzados. Me sorprende la presencia de dos niños, de unos diez años, a quien sigo disimuladamente. Caminan con paso rápido hacía la salida del cementerio, pero observan su alrededor con curiosidad. Uno de ellos se pregunta si al cabo de un tiempo sacan el cadáver del hueco para hacer sitio a los muertos más recientes. El otro le dice, con tono seguro, que no, que construyen nuevos agujeros. Cuando se ven cerca de la puerta, arrancan a correr. Llevan en la mano una bolsa de plástico transparente con chucherías, como si estuvieran en la sesión de tarde del multicine.

Ciudad de vacaciones
El domingo por la mañana, cuando faltan tres días para Todos los Santos, regreso al camposanto. El ambiente sigue tranquilo. En una plazoleta, con una zona triangular con césped y algún ciprés, un hombre de unos 55 años y una mujer que sobrepasa los sesenta se hablan a cierta distancia. Se conocen, son de Rosas y cada uno arregla lo que le corresponde. Se elogian mutuamente las flores escogidas. El hombre nos explica: “Aquí és on tenim la reserva feta. El dia que vinguem a fer les vacances definitives… de cara el solet”. Les flores son frescas, elegantes y parecen caras, y el mármol reluce. “És el panteó familiar. Aquí hi són els meus pares. És una part nova, aquesta… pero és molt maca”. “És la vida”, concluye.

A dos pasos de estos nichos, aparecen tumbas, con grandes lápidas en que reposan los eminentes personajes de la historia local. En dos de ellos, está enterrada gran parte de la familia Pi i Sunyer, descendiente de Rosas. Es un rincón tranquilo, con una pared blanca y reluciente de la que ha nacido una planta silvestre con una pequeña flor amarilla. Este rincón, en un cementerio de un pueblo costero cualquiera, está conectado con el mundo debido al exilio republicano. Unos Pi i Sunyer murieron en México; otros, en Caracas y algunos más afortunados pudieron volver en vida. Los grandes episodios históricos están presentes, pues. Otro ejemplo es la lápida de Domingo Cusí, rosinc que murió, según una pequeña placa de plástico que ha sido pegada sobre la cruz de la lápida original, asesinado en Montcada a principios de la guerra, en el 36. Este, pero, ocupa un nicho común del cementerio. La guerra civil aún late entre estas paredes. Explican, que con la llegada de los nacionales en febrero del 36, algunos fueron fusilados contra estas paredes. Sobre estas mismas paredes blancas y frías, sentiría el fusilado el miedo a morir y su último pálpito de corazón.

Se oye a lo lejos una voz cortada, aguda e indescifrable. Resuena por todo el camposanto y produce una áspera sensación. Descubro quién emite el sonido. Es una mujer octogenaria, en silla de ruedas y en plena demencia senil. Parece enfadada, parece que proteste, que reivindique sus derechos. Simplemente, lo parece. La acompañan tres mujeres de mediana edad, de Rosas, emigrantes o hijas de emigrantes, que aún conservan el castellano como primera y principal lengua. Visitan los nichos varios conocidos y la mujer no calla, de nada sirve que se lo digan. Y de nada sirve la mirada de una niña con la que se cruza. Ha llegado una familia, diría que originaria del Norte de Europa, que pasea tranquilamente por una de las calles. La madre, rubia y con unas gafas de sol que le tapan medio rostro, da la mano a sus hijas. Una a cada lado. Mueven la mirada curiosamente y hacen caso a su padre, unos metros por delante, que les indica curiosidades, como si de un guía turístico se tratara.

De hecho, el cementerio es un auténtico museo al aire libre y su visita es realmente curiosa. Tanto por lo que se lee, como por lo que se ve. En una escalera, está subida una mujer de unos cuarenta años. Limpia con eficacia y rapidez, mientras su madre la mira. Hablan catalán. La hija viste una camiseta y unos tejanos negros. Se protege con un delantal naranja chillón. Parece una camarera de un bar de esos con un look rompedor. Me sorprende su camiseta, porque tiene en el dorso y en letras blancas, una frase grabada, dice I love life.

Overbooking
El ambiente en el cementerio de Roses ha cambiado totalmente. Hoy es 1 de noviembre, Todos Los Santos. Ante los nichos hay muchas flores, frescas y radiantes. Los ramos y tiestos llegan a tapar el nombre de algún difunto. Ante los mausoleos de las familias ricas del pueblo casi no se puede pasar. Esta mañana brilla un sol débil. El cementerio recuerda a una rambla un domingo cualquiera al mediodía o durante el día de Sant Jordi. La gente habla fuerte, ríe y se saluda. “A tomar por culo”, dice una mujer riendo. “Collons!”, se oye a lo lejos. Se forman corrillos donde se habla de todo, absolutamente de todo. “M’han dit que s’hi lliga molt als viatges de l’Inserso...” “No, jo no hi parlo, amb la gent quan hi vaig”. Le decía un hombre mayor, vestido de manera elegante, a otra jubilada vestida de domingo. La mayoría viste elegante: con trajes y buenos zapatos, con botas de cuero y abundante maquillaje, con bolso caro. La edad media es menor que la del fin de semana y, aunque hay pocos niños, hay mucha gente de treinta y cuarenta años. Pero, por la actitud de la gente, no da la sensación de que estamos en una necrópolis. Es un rito, uno más en nuestras vidas. Como quien celebra las Navidades. Hoy toca comprar flores y limpiar los nichos.

En la parte trasera, donde hay más emigrantes y gitanos, el ambiente está aún más animado. Hay dos columnas, donde todos los enterrados son de una misma familia gitana, llenas de flores. Una hija veinteañera limpia y lo arregla todo desde lo alto de la escalera, con ganas y hablando con otra mujer. Delante hay un banco de madera con 3 mujeres que hablan a gritos y visten batas estampadas con fondo negro. Gesticulan con abundancia y se mueven bastante. Están muy atentas para ver quién pasa, cómo limpia su hija… Del otro lado de la plazoleta, los hombres –pantalón negro, camisa negra y cinturón ajustado-. Charlan animadamente en castellano. Algunos están sentados en el banco con las piernas cruzadas o estiradas; otros, están de pie y se mueven un poco. Detrás de ellos hay más familias gitanas, que se han traído sillas de plástico blanco y se sientan en ellas en medio de la calle de nichos. Parece que visiten a algún familiar o conocido y se acomoden para hacerles compañía. Gesticulan y saludan, parecen algo alegres, algo nerviosos y excitados.

Cada vez se llena más. Sigo a un chico de unos doce años que se ha separado de los suyos y observa curiosamente las flores. Viste el conjunto oficial del equipo local de fútbol, el mismo que debía llevar el sábado por la tarde cuando tuvo partido. Y así, como él, hay mucha gente que con o sin cesta de flores bajo el brazo pasea tranquilamente mientras observa nombres y ramos. Se ven también algunos ojos algo húmedos y rojos, como los de Antonia, que transmiten la soledad que sienten hoy, séptimo noviembre sin su marido. También veo a una mujer con jersey y tejanos que se para ante un epitafio, curioso si más no: “Mortal que ho llegeixes, aquí t’espero”. Parece sorprendida de tal mensaje. Parece que aquí no sólo hable quien está vivo, sino que también se comunica, a su manera, quien descansa eternamente.

El cementerio es un mundo a parte, un mundo separado de la cotidianidad, del trabajar y descansar, del día a día frenético. Pero, al mismo tiempo, me sorprende la actitud fría y superficial de la mayoría de visitantes, que cumplen con un simple acto social –o eso parece-.

Por delante de la puerta el ir y venir de coches es constante. La policía dirige el tráfico y hace cruzar a los peatones con flores. Antes de salir releo los versos de Carles Pi i Sunyer que hay en la entrada, escritos en Caracas. Están escritos sobre un mosaico de cerámica con un paisaje que alude a Rosas. El poeta está muerto pero -aunque sea un tópico- vivo al mismo tiempo, mientras sus palabras sean leídas.
“El darrer son dormir sota el cel blau
Al cementiri de l’eterna pau
Ser-hi enterrat és ser encara a Roses”

1 comentari:

Laura ha dit...

La descripció és un dels plats forts en qualsevol exercici literari o perodístic. Sense quatre trets indentificatius que situin el qui llegeix, un text, per bo que sigui, perd part del seu encant. Però és també un dels més difícls. Combinar descripció i acció en la mesura justa per no cansar, saber captar l'atenció... sens dubte, un còctel que cal elaborar amb paciència i dedicació.

He topat amb aquest, escrit ja fa mesos, i he de dir-te que, tot i no haver-te llegit mai en un text d'aquest caire, és un reflex de la millora que has fet en poc temps. Trobo que es fa feixuc en algun moment: potser massa extensió, fragmets fàcilment suprimibles. No obstant, has aconseguit que entri en sintonia amb el que escrius. Per tant, l'objectiu principal està assolit.
La fluidesa i frescor que et reclamo segurament, a hores d'ara, ja la tens.
I pel que fa al tema, em sorprèn. Suposo, doncs, que l'esquer ha funcionat.
Felicitats.